de Dino Buzzati
A
los diecinueve años, Marta se asomó desde lo más alto del rascacielos, y al ver
abajo la ciudad que resplandecía al anochecer, fue presa del vértigo.
El
rascacielos era de plata, feliz y supremo en aquel anochecer tan bello y puro,
mientras el viento estiraba, aquí y allá, delgados filamentos de nubes sobre un
fondo de un azul realmente inconcebible. Era la hora en que las ciudades son
presas de la inspiración, y todo aquel que no es ciego queda trastornado. Y la
muchacha, desde aquella cumbre, veía las calles y los edificios que vibraban en
el prolongado espasmo del crepúsculo; y más allá, donde el blanco de las casas
terminaba, empezaba el azul del mar que, visto desde lo alto, parecía subir. Y
en vista que desde el oriente avanzaban los toldos de la noche, la ciudad se
convirtió en un dulce abismo hormigueante de luces, palpitante. Ahí estaban los
hombres poderosos, las mujeres más poderosas aún, los tapados de piel, los
violines, los coches con esmaltes metálicos, las carteleras fosforescentes, los
oscuros corredores del palacio real, las fuentes, los diamantes, los antiguos
jardines taciturnos, las fiestas, los deseos, los amores y, sobre todo, el
ardiente encanto de la noche, con sus anhelos de grandeza y de gloria.
Al
ver todo esto, Marta se asomó perdidamente sobre el barandal, se dejó ir. Le
pareció que se balanceaba en el aire, pero caía. En vista de la extraordinaria
altura del rascacielos, las calles y las plazas le parecían muy lejanas, no
sabía cuánto tiempo le llevaría llegar a ellas. Pero la muchacha seguía
cayendo.
A
esta hora, las terrazas y los balcones de los últimos pisos estaban llenos de
personas ricas y elegantes, ocupadas en tomar cocktails y en decir necedades.
De allí se desprendían oleadas de músicas confusas. Marta pasó delante de ellos
y algunos se asomaron a mirarla.
Vuelos
de esa clase no eran raros en ese rascacielos -sobre todo de muchachas-, y
constituían para los inquilinos una diversión interesante, porque compensaban
el altísimo precio que pagaban por los departamentos.
El
sol, que aún no se ocultaba por entero, hizo lo imposible para iluminar el
vestidito de Marta. Era un modesto vestido primaveral, comprado en una tienda
de ropa hecha. Pero la lírica luz del ocaso lo hermoseaba, haciéndolo chic.
Desde
los balcones de los millonarios, manos galantes se tendían hacia ella,
ofreciéndole copas y flores.
-¿Un
pequeño drink, señorita? Gentil mariposa, ¿por qué no nos acompaña un momento?
Ella
reía, revoloteando dichosa (pero seguía cayendo).
-¡Gracias,
amigos! No puedo. Me urge llegar.
-¿Llegar
a dónde?- le preguntaban.
-Ah,
no me hagan hablar- respondía Marta, agitando las manos en señal de despedida.
Un
joven alto y moreno, muy distinguido, extendió los brazos para detenerla. A
ella le gustaba pero lo eludió con rapidez.
-¿Cómo
se permite, señor?- le dijo e incluso tuvo tiempo de darle con un dedo un
golpecito en la nariz.
La gente
de lujo se ocupaba de ella, y eso la llenaba de satisfacción. Se sentía
fascinante, a la moda. En las floridas terrazas, en el ir y venir de camareros
vestidos de blanco y las rachas de canciones exóticas, se habló durante un
minuto, o acaso menos, de aquella joven que había pasado (de arriba abajo, en
caída vertical). Algunos la consideraban bonita, otros más o menos, pero todos
la encontraron interesante.
-Usted
tiene toda la vida por delante- le decían. ¿Por qué se apura?
No
le faltará tiempo para correr y preocuparse. Quédese un rato con nosotros. No
es más que una fiestecita entre amigos, pero se sentirá bien. Ella quería
responder pero la aceleración impuesta por la gravedad la había llevado ya al
piso de abajo, a dos, a tres o cuatro pisos debajo. Con cuánta alegría se cae
cuando se tienen apenas diecinueve años.
Ciertamente
era inmensa la distancia que la separaba del fondo, es decir del nivel de la
calle; poco menos, es verdad, pero aún considerable.
Entretanto
el sol se había ocultado en el mar, desapareciendo, transformado en un hongo
tembloroso y rojizo. Por lo tanto, sus rayos vivificantes dejaron de iluminar
el vestido de la muchacha y de convertirla en seductor cometa. Menos mal que
casi todas las ventanas de las terrazas del rascacielos estaban iluminadas, y
su reverberación la alumbraba al pasar frente a ellas.
Marta
veía ahora no sólo apartamentos con gente despreocupada, sino también oficinas
donde las empleadas, con delantales negros o azules, se hallaban sentadas ante
largas filas de pequeños escritorios. Muchas de ellas eran jóvenes como ella, y
ahora, cansadas de la jornada de trabajo, de vez en cuando alzaban los ojos de
las máquinas de escribir. Ellas también la vieron, y algunas corrieron hacia
las ventanas.
-¿A
dónde vas? ¿Por qué tanta prisa?- le gritaban, y en sus voces se adivinaba algo
semejante a la envidia.
-Me
esperan allá abajo- respondía ella-. No puedo detenerme. Perdónenme.
Y
aún reía, fluctuando en el precipicio pero su risa no era ya la de antes. La
noche había caído, con dolo, y Marta empezaba a sentir frío.
En
ese momento, al mirar hacia el fondo, vio en la entrada de un edificio unas
luces muy intensas. Largos automóviles negros se detenían (semejantes a
hormigas en la distancia), y de ellos bajaban hombres y mujeres, ansiosos por
entrar. En ese hormigueo le pareció distinguir el chispeo de las joyas. A la
entrada del edificio ondeaban las banderas.
Daban
una gran fiesta, desde luego, precisamente aquella con la que Marta soñaba
desde que era niña. No podía faltar. Abajo la esperaba la ocasión, la
fatalidad, el romance, la verdadera inauguración de la vida. ¿Llegaría a
tiempo?
Se
dio cuenta, con disgusto, de que a unos treinta metros más allá de ella, otra
muchacha también caía. No había duda de que era más bonita que ella, con un
vestido de noche, de mucha clase. Quién sabe cómo, caía con una velocidad
superior a la suya, y tanta, que en unos cuantos instantes la perdió de vista,
sin que le importara el llamado de Marta. Obviamente llegaría a la fiesta antes
que ella, y podía ser que existiera todo un plan para suplantarla.
Luego
se percató de que ellas no eran las únicas que caían. Muchas mujeres jóvenes
estaban cayendo a lo largo del rascacielos, todas con semblantes excitados por
el vuelo y con manos festivamente agitadas, como diciendo: aquí estamos, es
nuestra hora, nuestra fiesta, ¿o acaso el mundo no es nuestro?
Era,
pues, una carrera. Y ella sólo contaba con un mísero vestido, mientras las
demás lucían modelos de gran lujo, y algunas hasta ceñían sus hombros con
amplias estolas de visón. Marta había iniciado el vuelo muy segura de sí misma,
pero ahora crecía dentro de ella una especie de temblor; tal vez era
simplemente el frío, pero quizá también miedo, miedo de haber cometido un error
irreparable.
La
noche avanzó. Las ventanas se apagaban unas tras otras, el eco de la música era
cada vez más débil; las oficinas estaban desiertas, ningún joven tendía las
manos en las ventanas. ¿Qué hora era? En la entrada de aquel edificio- que
ahora se veía mucho más grande, y tanto, que era posible observar todos los
detalles arquitectónicos- las luces permanecían intactas, pero todos los
automóviles se habían marchado. De vez en cuando, salían por el portón pequeños
grupos, que se alejaban con paso cansado. Luego se apagaron todas las lámparas
de la entrada.
Marta
se descorazonó. Ay de mí, ya no llegaré a tiempo a la fiesta. Miró hacia
arriba, vio el pináculo del rascacielos en toda su cruel potencia. Ya estaba
casi a oscuras, con unas pocas ventanas iluminadas en los últimos pisos. En la
cumbre se expandía lentamente el primer indicio del alba.
En
un comedor del vigésimo piso, un cuarentón leía el periódico mientras tomaba el
café de la mañana, y una mujer reordenaba algunas cosas. Un reloj en la
despensa marcaba las ocho y cuarenta y cinco. Una sombra pasó por la ventana.
-¡Alberto!-
gritó la mujer-. ¿Viste? Pasó una mujer.
-¿Cómo
era?- dijo él, sin apartar los ojos del periódico.
-Una
vieja respondió la mujer-. Una vieja decrépita. Parecía espantada.
-Lo
mismo de siempre- refunfuñó el hombre-. Frente a estos pisos bajos sólo pasan
viejas que caen. Las muchachas hermosas sólo se ven del piso cincuenta hacia
arriba. Por eso los departamentos de arriba son tan caros.
-Al
menos- observó la mujer- acá abajo tenemos la ventaja de oírlas cuando se
estrellan contra el suelo.
-Esta
vez, ni siquiera eso- dijo él, meneando la cabeza, después de quedarse
escuchando algunos instantes. Y bebió otro sorbo de café.