miércoles, 12 de diciembre de 2012

Maquillaje


Está desnuda en el baño. Se mira la panza. Todavía no adelgazó los kilos que subió con el último embarazo. Abre apenas la puerta y pregunta en voz baja:
-Rubén, ¿las nenas duermen?
-Me parece que sí.
-Fijate, por favor.
-Deben estar dormidas...
-Dale, no seas malo, fijate.
Rubén deja el control remoto en la mesita de luz y se asoma a la habitación de al lado.
- Están re dormidas… ¿Qué hacés encerrada en el baño?
-Nada…Bajá un poco la tele. Está muy fuerte.
-Juega River, gorda…
-Se van a despertar las nenas, bajala ¿sí?
 Vuelca un poco de crema hidratante en el dorso de la mano y  empieza a pasarla por las piernas. La parte que va desde las rodillas hasta la ingle tiembla como un flan. Se la esparce por el vientre, la cola, los pechos y los brazos. Lo hace lento, con delicadeza. Después toma otra crema y se la coloca en el cuello y en la cara. Se pone en cuclillas y encuentra en el armarito que está debajo de la pileta, el porta cosméticos. Está lleno de pomos, frasquitos, cajas, pinceles. Elige un pomo grande, lo destapa y sobre una esponjita triangular vierte una pasta color beige claro. Se la aplica en la cara y en el cuello, con cuidado. Sobre otra esponja, pone una pasta más clara y la distribuye  sobre las bolsas que tiene debajo de los ojos. Para hacerlo, se acerca más al espejo. Cuando termina, agarra una paleta de colores. En ese momento, escucha que Rubén grita un gol. Piensa en las nenas. Espera un rato y siente los pasos de Rubén en el pasillo.
-Vení a mirar el partido conmigo…-le dice tratando de asomar la cabeza.
- En un rato….- Marta se ríe y lo empuja hacia afuera.
  Rubén regresa a la pieza y se acuesta en la cama con el control remoto sobre el pecho. Marta toma otra vez la paleta y mancha un pincel con una sombra azul océano.  Se la esparce por el párpado con suavidad, extendiéndola hacia arriba. Vuelve a manchar el pincel pero esta vez con una sombra azul eléctrico, la aplica en el párpado, sin extenderla. Mancha otro pincel con color rojo y se lo aplica en la cuenca del ojo. Le queda violeta. En el arco de la ceja se coloca un color blanco brillante.
  Suena su celular.
- Rubén, decí que estoy ocupada, por favor.
  A los pocos segundos, vuelve a escuchar a Rubén en el pasillo. Ella gira el picaporte y él le pasa el celular por la pequeña abertura que quedó. 
-Es tu mamá. Dice que tu viejo está con fiebre.
-Que papá  se quede acostado y que no se levante- le dice Marta a la madre-. Que espere al médico en la cama. Si le duele la garganta, no sé, dale una pastillita de menta, un té con miel…
  Deja el celular sobre la tapa del inodoro. Vuelve a mirarse en el espejo. Enseguida toma un frasco, un pincelito y se delinea, con esmero, los ojos. Después, comienza a colocarse máscara para pestañas. Hace movimientos lentos. Tiene los ojos muy abiertos y la cabeza ligeramente elevada.  Al finalizar, se inspecciona con detenimiento. Busca, otra vez, dentro del porta cosméticos y saca una caja chica. Toma una brocha y se colorea las mejillas con un rubor anaranjado. En mitad del proceso, escucha lloriquear a la nena más chica. Va a salir del baño pero Rubén está yendo hacia la pieza. “¿Qué pasa, mi amor? Volvé a acostarte que papá se queda con vos hasta que te duermas”. Marta sonríe. “No, mamá está en el baño. Dale, acostate que papá te canta. ¿Qué canción querés? ¿La del osito? Bueno”.
  Del gancho de la puerta, Marta descuelga una bombacha. Es roja con un moñito en la parte de atrás. Hace equilibrio, pasa una pierna. Hace equilibrio, pasa la otra. La sube. Es tiro bajo. La panza le queda hecha un acordeón.  Del mismo gancho saca un camisón corto, color turquesa. Los pechos apenas si le entran. Se calza unos zapatos de tacos enormes.
-Martita, ¿qué hacés todavía en el baño?- le grita Rubén.
   Marta vuelve a mirarse en el espejo. Se arregla los rulos. Del botiquín, saca un frasco de perfume. Se pone un poco en las muñecas, en el cuello, detrás de las orejas, entre los pechos. Guarda el frasco, respira hondo y abre la puerta de un tirón.



martes, 20 de noviembre de 2012

Algunas palabras


 Algunas palabras tienen mal olor,

no podés estar cerca de ellas,

no podés, ni siquiera, tapándote la nariz.

Huelen  mal,

podría decir que a podrido

pero no sería suficiente.

Nada es suficiente

para decir

lo mal que huelen

algunas palabras.

Volando


Pájaro en  mano

y  cien volando.

Vuelan alto,

enarbolados,

como sintiendo lástima

del pájaro en  mano. 

Existencia

Consiento tantas mieles

que me quedo desierta

al terminar el día.

Así


Me hierve la sangre,

no hay tiempo para tibiezas,

no hay razón

ni circunstancia.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Muchacha que cae


de Dino Buzzati

 A los diecinueve años, Marta se asomó desde lo más alto del rascacielos, y al ver abajo la ciudad que resplandecía al anochecer, fue presa del vértigo.
El rascacielos era de plata, feliz y supremo en aquel anochecer tan bello y puro, mientras el viento estiraba, aquí y allá, delgados filamentos de nubes sobre un fondo de un azul realmente inconcebible. Era la hora en que las ciudades son presas de la inspiración, y todo aquel que no es ciego queda trastornado. Y la muchacha, desde aquella cumbre, veía las calles y los edificios que vibraban en el prolongado espasmo del crepúsculo; y más allá, donde el blanco de las casas terminaba, empezaba el azul del mar que, visto desde lo alto, parecía subir. Y en vista que desde el oriente avanzaban los toldos de la noche, la ciudad se convirtió en un dulce abismo hormigueante de luces, palpitante. Ahí estaban los hombres poderosos, las mujeres más poderosas aún, los tapados de piel, los violines, los coches con esmaltes metálicos, las carteleras fosforescentes, los oscuros corredores del palacio real, las fuentes, los diamantes, los antiguos jardines taciturnos, las fiestas, los deseos, los amores y, sobre todo, el ardiente encanto de la noche, con sus anhelos de grandeza y de gloria.
Al ver todo esto, Marta se asomó perdidamente sobre el barandal, se dejó ir. Le pareció que se balanceaba en el aire, pero caía. En vista de la extraordinaria altura del rascacielos, las calles y las plazas le parecían muy lejanas, no sabía cuánto tiempo le llevaría llegar a ellas. Pero la muchacha seguía cayendo.
A esta hora, las terrazas y los balcones de los últimos pisos estaban llenos de personas ricas y elegantes, ocupadas en tomar cocktails y en decir necedades. De allí se desprendían oleadas de músicas confusas. Marta pasó delante de ellos y algunos se asomaron a mirarla.
Vuelos de esa clase no eran raros en ese rascacielos -sobre todo de muchachas-, y constituían para los inquilinos una diversión interesante, porque compensaban el altísimo precio que pagaban por los departamentos.
El sol, que aún no se ocultaba por entero, hizo lo imposible para iluminar el vestidito de Marta. Era un modesto vestido primaveral, comprado en una tienda de ropa hecha. Pero la lírica luz del ocaso lo hermoseaba, haciéndolo chic.
Desde los balcones de los millonarios, manos galantes se tendían hacia ella, ofreciéndole copas y flores.
-¿Un pequeño drink, señorita? Gentil mariposa, ¿por qué no nos acompaña un momento?
Ella reía, revoloteando dichosa (pero seguía cayendo).
-¡Gracias, amigos! No puedo. Me urge llegar.
-¿Llegar a dónde?- le preguntaban.
-Ah, no me hagan hablar- respondía Marta, agitando las manos en señal de despedida.
Un joven alto y moreno, muy distinguido, extendió los brazos para detenerla. A ella le gustaba pero lo eludió con rapidez.
-¿Cómo se permite, señor?- le dijo e incluso tuvo tiempo de darle con un dedo un golpecito en la nariz.
La gente de lujo se ocupaba de ella, y eso la llenaba de satisfacción. Se sentía fascinante, a la moda. En las floridas terrazas, en el ir y venir de camareros vestidos de blanco y las rachas de canciones exóticas, se habló durante un minuto, o acaso menos, de aquella joven que había pasado (de arriba abajo, en caída vertical). Algunos la consideraban bonita, otros más o menos, pero todos la encontraron interesante.
-Usted tiene toda la vida por delante- le decían. ¿Por qué se apura?
No le faltará tiempo para correr y preocuparse. Quédese un rato con nosotros. No es más que una fiestecita entre amigos, pero se sentirá bien. Ella quería responder pero la aceleración impuesta por la gravedad la había llevado ya al piso de abajo, a dos, a tres o cuatro pisos debajo. Con cuánta alegría se cae cuando se tienen apenas diecinueve años.
Ciertamente era inmensa la distancia que la separaba del fondo, es decir del nivel de la calle; poco menos, es verdad, pero aún considerable.
Entretanto el sol se había ocultado en el mar, desapareciendo, transformado en un hongo tembloroso y rojizo. Por lo tanto, sus rayos vivificantes dejaron de iluminar el vestido de la muchacha y de convertirla en seductor cometa. Menos mal que casi todas las ventanas de las terrazas del rascacielos estaban iluminadas, y su reverberación la alumbraba al pasar frente a ellas.
Marta veía ahora no sólo apartamentos con gente despreocupada, sino también oficinas donde las empleadas, con delantales negros o azules, se hallaban sentadas ante largas filas de pequeños escritorios. Muchas de ellas eran jóvenes como ella, y ahora, cansadas de la jornada de trabajo, de vez en cuando alzaban los ojos de las máquinas de escribir. Ellas también la vieron, y algunas corrieron hacia las ventanas.
-¿A dónde vas? ¿Por qué tanta prisa?- le gritaban, y en sus voces se adivinaba algo semejante a la envidia.
-Me esperan allá abajo- respondía ella-. No puedo detenerme. Perdónenme.
Y aún reía, fluctuando en el precipicio pero su risa no era ya la de antes. La noche había caído, con dolo, y Marta empezaba a sentir frío.
En ese momento, al mirar hacia el fondo, vio en la entrada de un edificio unas luces muy intensas. Largos automóviles negros se detenían (semejantes a hormigas en la distancia), y de ellos bajaban hombres y mujeres, ansiosos por entrar. En ese hormigueo le pareció distinguir el chispeo de las joyas. A la entrada del edificio ondeaban las banderas.
Daban una gran fiesta, desde luego, precisamente aquella con la que Marta soñaba desde que era niña. No podía faltar. Abajo la esperaba la ocasión, la fatalidad, el romance, la verdadera inauguración de la vida. ¿Llegaría a tiempo?
Se dio cuenta, con disgusto, de que a unos treinta metros más allá de ella, otra muchacha también caía. No había duda de que era más bonita que ella, con un vestido de noche, de mucha clase. Quién sabe cómo, caía con una velocidad superior a la suya, y tanta, que en unos cuantos instantes la perdió de vista, sin que le importara el llamado de Marta. Obviamente llegaría a la fiesta antes que ella, y podía ser que existiera todo un plan para suplantarla.
Luego se percató de que ellas no eran las únicas que caían. Muchas mujeres jóvenes estaban cayendo a lo largo del rascacielos, todas con semblantes excitados por el vuelo y con manos festivamente agitadas, como diciendo: aquí estamos, es nuestra hora, nuestra fiesta, ¿o acaso el mundo no es nuestro?
Era, pues, una carrera. Y ella sólo contaba con un mísero vestido, mientras las demás lucían modelos de gran lujo, y algunas hasta ceñían sus hombros con amplias estolas de visón. Marta había iniciado el vuelo muy segura de sí misma, pero ahora crecía dentro de ella una especie de temblor; tal vez era simplemente el frío, pero quizá también miedo, miedo de haber cometido un error irreparable.
La noche avanzó. Las ventanas se apagaban unas tras otras, el eco de la música era cada vez más débil; las oficinas estaban desiertas, ningún joven tendía las manos en las ventanas. ¿Qué hora era? En la entrada de aquel edificio- que ahora se veía mucho más grande, y tanto, que era posible observar todos los detalles arquitectónicos- las luces permanecían intactas, pero todos los automóviles se habían marchado. De vez en cuando, salían por el portón pequeños grupos, que se alejaban con paso cansado. Luego se apagaron todas las lámparas de la entrada.
Marta se descorazonó. Ay de mí, ya no llegaré a tiempo a la fiesta. Miró hacia arriba, vio el pináculo del rascacielos en toda su cruel potencia. Ya estaba casi a oscuras, con unas pocas ventanas iluminadas en los últimos pisos. En la cumbre se expandía lentamente el primer indicio del alba.
En un comedor del vigésimo piso, un cuarentón leía el periódico mientras tomaba el café de la mañana, y una mujer reordenaba algunas cosas. Un reloj en la despensa marcaba las ocho y cuarenta y cinco. Una sombra pasó por la ventana.
-¡Alberto!- gritó la mujer-. ¿Viste? Pasó una mujer.
-¿Cómo era?- dijo él, sin apartar los ojos del periódico.
-Una vieja respondió la mujer-. Una vieja decrépita. Parecía espantada.
-Lo mismo de siempre- refunfuñó el hombre-. Frente a estos pisos bajos sólo pasan viejas que caen. Las muchachas hermosas sólo se ven del piso cincuenta hacia arriba. Por eso los departamentos de arriba son tan caros.
-Al menos- observó la mujer- acá abajo tenemos la ventaja de oírlas cuando se estrellan contra el suelo.
-Esta vez, ni siquiera eso- dijo él, meneando la cabeza, después de quedarse escuchando algunos instantes. Y bebió otro sorbo de café.



martes, 6 de noviembre de 2012

Nuevo



El que tenía se murió,

ahora

espero un sueño

nuevo.


No gastarse,

no agujerearse,

no emparcharse,

no blindarse,

no embadurnarse.

Huesos torcidos



Palabras que oscurecen,

que no fotografían,

palabras con vencimiento,

palabras sin olor,

a la deriva,

hechas un bollito,

en estado de putrefacción,

palabras almibaradas,

dichas porque sí,

palabras monigote,

políticamente correctas,

palabras mojigatas,

palabras de huesos torcidos.


Estar



Estar a veces

adentro de un frasco,

el frasco es de vidrio,

veo pero no salgo,

hago fuerza para arriba

pero la tapa es hermética,

hago fuerza

pero en el vidrio

las uñas no se clavan.

Estar a veces

de pie, golpeado el vidrio

con los puños cerrados,

estar cansada

y a veces

sentarme un rato.

De a ratos



De a ratos soy valiente

y tomo el toro por las astas.

De a ratos estoy corriendo.

Corro con todas mis fuerzas

pero, las astas, al final me alcanzan.

Siento que me pinchan,

me quedo quieta,

esperando,

pero sólo me arañan un poco

y se van a buscar otra espalda.

martes, 23 de octubre de 2012

Paraíso



-Le robé el nene a Claudia- me dijo apenas entré en la habitación.
-¿Qué?-  le pregunté mientras me sentaba en la punta de la cama.
 Soledad estaba de costado, con las piernas flexionadas. Apoyaba su cabeza sobre una almohada y entre los brazos tenía un almohadón enorme.
-Que le robé el nene a Claudia- me repitió.
- ¿A Claudia López? ¿La que iba con vos a la primaria?
 -Sí, ésa.
Me di cuenta de que la habitación estaba oscura, me levanté y subí un poco la persiana. En el trayecto hacia la cama vi que atrás del almohadón. Soledad ocultaba una panza enorme.
-¿Qué hacés con esa panza? ¿Qué pasó, Sole?-  le grité.
-Shhh, cállate, que de al lado se escucha todo. Estas paredes son de papel. Se había sentado de golpe y sacudía las manos. 
-Está bien, está bien, pero contame qué pasó.
Se volvió a recostar y volvió a taparse la panza con el almohadón.
-Claudia me llamó hoy a la mañana para que fuera a cuidarle al nene. Yo tenía un humor de perros porque anoche discutí con Juan- me dijo, en voz baja.
-¿Fue grave?-le pregunté, también en voz baja.
- No, las pavadas de siempre. Pero igual estaba del carajo. ¿Yo te conté que ahora estoy trabajando de niñera para Claudia, no?
-No me contaste nada. 
-Bueno, a veces me quedo con Fede, mientras ella va a hacer algún trámite; si tiene que salir con el marido o con las amigas, también.
 Mientras hablaba, se mordía una uña. Desde que  la habían echado del negocio de ropa de los  coreanos, Soledad y Juan habían tenido algunos problemas de plata pero no tenía idea de que estaban tan mal. Sentí un poco de culpa. Es mi hermana mayor, debería haber estado más cerca de ella.
-Juan no sabe nada. Aunque ahora alguna explicación le voy a tener que dar…
Me miró fijo y le hice que sí con la cabeza.
-¿Qué pasó? Dale, contame. 
-Llegué después de dos horas de viaje. Claudia, como siempre, estaba con sus cosas. Tenía que ir a ver telas para las cortinas del living porque están redecorando la casa y después se tenía que ir a comprar unos zapatos. ¿Te acordás del día en que le robé las sandalias de charol?
- Uh, sí. Se armó un despelote terrible. Mamá te cagó a palos.
-Era brava la vieja. Cuando te portabas mal, te daba de lo lindo y después te mandaba al patio a que te sentaras abajo del paraíso a pensar en lo que habías hecho.
El paraíso de mamá. Así le decíamos. Hacía mil años que no pensaba en el paraíso de mamá. Era un árbol hermoso que estaba lleno de hojas verdes y venenitos amarillos. Era el único  árbol que teníamos.
-¿Te acordás  de que me hizo ir a devolvérselos?-siguió Soledad-.  A mí, me dio vergüenza. Pero la mamá de Claudia era buena, entendió todo y me dijo que no me preocupara. Fue más comprensiva que mamá.
-Vos eras la piel de judas. Le dabas mucho trabajo. Pensá que ella laburaba todo el día, limpiando, y después llegaba a casa y tenía que lidiar con vos.
-Tenés razón. Ahora que no está, la extraño. ¿Vos?
- Sí- le contesté, y se me hizo un nudo en la garganta.
- Con Claudia charlamos  las pavadas de siempre y se fue- me dijo Soledad, después de unos segundos de silencio-. Por suerte se fue rápido. Siempre está con sus compras, con sus viajes. La mina se manda la parte por todo. Además habla siempre ella, ni te escucha.
        - Bueno, Sole, Claudia siempre fue así. Hija única y consentida. Acordate. Los padres la tenían en cuna de oro… Pero, qué hiciste con el nene. Dale, contame.
-Ella se fue y yo me quedé sola con Fede. Al principio nos aburrimos un poco pero después empezamos a jugar con unos trencitos y se entretuvo como una hora. A eso de las tres de la tarde lo saqué a pasear. San Isidro era un desierto. Estábamos Fede, el calor y yo. Nada más. El gordito es divino. Es chiquitito.
- Es una petaquita ¿no?
-Fijate que tiene casi dos años y medirá, no sé, noventa centímetros.
-Ella es petisita…
- ¿Te digo la verdad? Hoy hacía mucho calor y el nene se puso pesado. No me quería dar la mano. Se soltaba y se iba adelante. Yo le decía “Vení, Fede, vení” y él no me daba pelota. Estuvimos en un tira y afloje como media hora. Y me empezó a dar bronca.
-Es una criatura,  Sole. Los chicos son movedizos.
- No, no entendés. Se estaba escapando.
- ¿Escapando?
-Se quería ir con ella.
- ¿Y entonces?
- Y entonces me vino una idea a la cabeza. Así, como un hachazo.
- ¿Qué hiciste?
-Lo agarré y lo lleve atrás de un árbol. Entonces, me saqué la bombacha y lo metí abajo de mi pollera. Él empezó a llorar, a pegarme y a arañarme, hasta que por fin, su cabeza quedó atrapada y empecé a succionarlo, haciendo “eses” con la panza y círculos, como cuando hacés gimnasia con un aro. Empezó a entrar en mi cuerpo. Primero, la cabeza. Después, el cuello. Con las piernas fue difícil porque pataleaba como un loco. Pero al final le gané yo. Entró todo. Al principio, se retorcía hasta que no sé cómo se quedó quieto. Me apuré como pude hasta la casa. Agarré mis cosas y fui a tomar el colectivo.
Soledad volvió a correr el almohadón. La panza era enorme. Me quedé mirándola,  hipnotizada. Se escuchó el ladrido  de la  perra. De más lejos, la bocina del tren.